Este año he empezado a dar clases en varios grados de Ingeniería de Telecomunicaciones en la Universidad Carlos III de Madrid. Imparto dos asignaturas sobre programación concurrente de segundo curso, lo que supone un cambio de paradigma en la forma de pensar: de secuencial a paralelo.

Las dos primeras semanas me encontré bastante incómodo, estresado, bastante frustrado por las preguntas que hacían los alumnos, por no sentir que no estaba sabiendo comunicarles los conocimientos que albergaba. Cada vez que entraba en el laboratorio y miraba a los alumnos, me sentía pesado, cargado, con energía baja y con pocas ilusiones hacia la docencia. Esto fue lo que me despertó la conciencia ya que todo eso es algo que no es común en mí y, por lo tanto, estaba diciéndome algo. Después de darle algunas vueltas, de reflexionar qué estaba pasando, me di cuenta de que todo ese cúmulo de emociones no era mío sino que lo estaba empatizando de los alumnos. ¡Claro! Al final los coaches somos espejo de las personas que tenemos delante de nosotros y sólo estaba recibiendo lo que los alumnos sentían.

La tercera semana, me dirigí al aula con un pensamiento: “no soy profesor, soy coach e ingeniero, haz lo que sabes hacer: facilitar espacios saludables emocionalmente y de aprendizaje desde la experiencia”. Así que me fui hacia el aula, me planté delante de los alumnos y sencillamente les plantee tres preguntas:

  • ¿Cómo estáis emocionalmente?
  • ¿Cómo os sentís con respecto a la asignatura?
  • ¿Qué me pedís como profesor vuestro?

Lo siguiente que ocurrió, tras ofrecerles la confianza absoluta y completa de que aquellas preguntas surgían desde mi preocupación personal hacia lo que estaba ocurriendo, comenzaron a expresar verbalmente su frustración, su cansancio y su enfado provocado por las semanas anteriores. También me hicieron peticiones concretas como docente.

Escuché de lo que me dijeron la necesidad de sentir que avanzaban en su aprendizaje a programar en C (lenguaje que es nuevo para ellos, que aprenden Java el año anterior). Metí esa necesidad en la coctelera junto con las herramientas de facilitación y aprendizaje experiencial colaborativo, planteé la idea de que hiciéramos entre todos un Coding DOJO donde yo sería el conductor del teclado y ellos los programadores. Además les abrí la puerta a que escogieran ellos mismos lo que íbamos a programar para generar en ellos compromiso hacia la solución del problema.

Hora y media después habíamos implementado una agenda de teléfonos, con consulta y modificación de datos de forma colaborativa. Ellos lo habían hecho y habían sentido que avanzaban, que ya sabían programar y que lo único que necesitaban era mejorar su agilidad programando.

Mi aprendizaje de todo esto fue poner conciencia en qué patrones estoy repitiendo (estaba enseñando de la misma forma que me habían enseñado a mí) y como coach, al igual que como docente, hay más información en una pregunta abierta que en una respuesta concreta.

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